jueves, 29 de agosto de 2013

En Soledad II
(Magia)

" "Prisionero en mi propio cielo", solía pensar en soledad. A menudo me sorprendía a mí mismo pronunciando esas mismas palabras en voz baja, como si estuviera temeroso de que oídos indiscretos pudieran escuchar mi confesión. Pero no, no había nadie. No en mi isla, no en aquel paraje al que puse por nombre Soledad. Siempre había sido así, incluso mucho antes de separarse del resto de la tierra y empezar a flotar, mucho antes de tener ni siquiera un nombre, ni un dueño, ni un propósito. Después de todo, yo mismo lo había querido siempre así, y cuando vi mis aspiraciones alcanzadas, nada me podía hacer sentir mejor... hasta aquel día. Desconozco si fue su magia, o la de su peculiar reino de soledad, o tal vez fuese el destino, si es que realmente existe un significado más allá de tal palabra. Lo único que puedo afirmar con certeza, es que aquel extraño portal, aquel acceso a la telaraña, me absorbía cada vez más y más. Todo allí parecía tocado por un alma pura, tan frágil y a la vez tan protegido... ¿cómo puede algo tan delicado ser a la vez eterno? Como sólo un alma pura lo puede ser.

En aquellas primeras visitas, algunas al descubierto, muchas otras de manera furtiva, aún no conocía a mi particular anfitriona por su nombre, ni por su rostro, ni sus manos... no sabía nada sobre ella, y a la vez a través de su mundo podía ver más allá de lo que nunca podrán mostrar unos ojos. Y lo mejor, o tal vez lo peor, es que en realidad nada más necesitaba para hechizarme. Me gustaba lo que veía cada vez que me colaba en sus dominios. Pero por encima de todo, me gustaba lo que sentía. De alguna manera, aquel lugar dejó de ser un simple acceso en la telaraña para ser algo más. Tanto me hechizó, que mi hermosa Soledad ya no era suficiente... no estaba completa si no estaba su princesa. Mi princesa. Por supuesto, yo seguía con mi carácter cerrado y huraño, receloso de que alguien le cogiera demasiado gusto a mi pequeño territorio. Pero sin saber exactamente cuándo empezó, tomé cierta costumbre de recorrer cada poco tiempo cada sendero, observar cada árbol, cada planta, cada pequeño brote de mi hogar. ¿Buscando qué? Buscando alguna muestra de que ella hubiera estado allí. Mientras dormía, o mientras estaba distraído, pero por favor, que ella hubiera estado allí. Hasta tal extremo llegó mi fascinación con ella, y con todo cuanto la rodeaba, que buscarla por mis tierras era lo primero que hacía cada mañana al despertar. Y si no la encontraba, por seguro que haría una nueva búsqueda más adelante aquel mismo día. El tiempo que no gastaba buscando a la princesa de la soledad, lo dedicaba a visitar esa otra parte del mundo donde me sentía igual o mejor que en mi propio hogar.

El tiempo pasaba, y aquellas nuevas costumbres fueron poco a poco convirtiéndose en rutina. Y a pesar de ello, cada vez que la visitaba a través de la telaraña, mayor era mi fascinación. Conocí su rostro, mucho antes de que ella conociese el mío, debo añadir. ¿Describirla? No, no osaré hacer tal cosa. Baste decir que este humilde escritor, acostumbrado a describir lo indescriptible, ni en mil lenguas habría encontrado palabra que la describiese. Baste decir que este viejo loco, acostumbrado a imaginar lo inimaginable, ni en mil vidas habría imaginado belleza igual. Y sin embargo, tanta belleza no era sino el complemento ideal para todo lo que ella significaba, todo lo que ella representaba. La sensación de libertad que me inundó cuando la tierra se quebró a mi alrededor para elevarse en el cielo, había dado paso a una angustiosa sensación de vacío. Vacío cuando ella no estaba. Casi sin darnos cuenta, su mundo y el mío mimetizaban a través de nosotros hasta hacerse uno solo. Como si de un antiguo reino se tratase, de cuantos tenían provincias a gran distancia unas de otras. Dejó de existir su mundo, como dejó de existir el mío, pues ninguno de los dos estaba completo sin la otra mitad. Eso lo noté, me di cuenta de que ella parecía sentirse en lo que fueran mis dominios tan a gusto como yo en los suyos. De lo que no supe darme cuenta a tiempo, fue de todo lo demás. Mis sentimientos hacia aquella joven princesa iban creciendo cuanto más la conocía, pero nada podía hacerme pensar que nada de todo aquello pudiese ni remotamente ser mutuo.

En contra de mi voluntad, fui creando entre nosotros un pequeño muro en la distancia. Un muro tan sutil y tan resistente como el propio miedo que lo formó. El miedo al rechazo, quizás. El miedo a estar demasiado loco para ella, demasiado loco por desear romper las limitaciones de la telaraña. Por querer romper las distancias, por querer borrar las horas que día tras día nos separaban. Demasiado loco, quizás, por querer destruir todo cuanto de ella me apartase. Ese muro, joven, es el mismo sobre el que ahora mismo nos sentamos. Ese muro, fue el nacimiento de lo que acabó por convertirse en la capital de la Soledad. Fue un accidente, jamás habría deseado tal cosa...

... pero así nació entre nosotros, Silencio."

viernes, 3 de mayo de 2013

En Soledad
(Confesión II)

"Bah, no sé quién te habrá contratado para que escribas esto ni qué interés puede tener nadie en mis palabras. Pero si esa es tu forma de ganarte la vida... en fin. Quizás suene a cuento, o parezca una batallita de esas que cuentan los abuelos a sus nietos, pero es así, tal como lo cuento, y empezó hace ya demasiado tiempo. Dime, joven, ¿alguna vez te has preguntado por qué se llama 'Reino de Soledad' si Soledad nunca tuvo rey? Bah, por supuesto que no, a los jóvenes de hoy sólo os enseñan a hacer dinero como sea y pisoteando a quien sea. La historia, el arte y las humanidades aquí no sirven de nada, ¿verdad? Pues Soledad nunca ha tenido rey, pero sí tuvo una vez un palacio real. No era gran cosa en comparación los las ostentosas mansiones palaciegas de otros reinos, pero para Soledad era suficiente. Se encontraba en la isla primigenia, el primero de todos estos pedazos de tierra en elevarse a las alturas. Como ya sabrás, todo el Reino de Soledad está formado por multitud de pequeñas islas elevadas cientos de metros sobre el suelo. No hay nada que fije a cada isla en su posición, hace ya mucho que se intentaron tender puentes entre las islas, pero éstas se mueven apenas unos centímetros cada año. Suficiente para derribar cualquier estructura que intentes construir. Por eso se dice que Soledad hace frontera con todas las demás emociones y sentimientos. Si te asomas al borde desde las murallas de Silencio, allí abajo verás el Estado de Serenidad.

Pues bien, como iba diciendo, en la primera de esas islas en despegarse del suelo había un palacio. ¡Para mí lo era, desde luego! Estaba en plena naturaleza, rodeado de bosque en todas direcciones. No era un edificio muy alto, ni muy amplio. ¡Qué demonios, ni siquiera estaba ricamente ornamentado! Pero sus terrazas -y tenía muchas, pues su forma recordaba vagamente a la de los antiguos zigurats- simulaban la misma naturaleza que tenían alrededor. Plantas trepadoras y pequeños árboles frutales por doquier casi camuflaban el edificio entre la espesura del exterior. Lo único que delataba al palacio era una inmensa torre en la parte posterior, tan fina y elevada que ni toda la vegetación de la isla podría hacerla pasar por un árbol. Al fin y al cabo, para eso había sido construida, para poder ver por encima de los árboles y contemplar las puestas de sol. Aún recuerdo cuando el suelo empezó a temblar bajo mis pies y aquel palmo de tierra se separó del resto. En aquella época no creía en los milagros, pero de haber creído en ellos, sin duda me habría parecido milagroso que aquella torre no se colapsase entre aquellos temblores. Aquello no fue como ahora, hoy en día cada isla sólo se mueve unos centímetros al año, y si algún trozo de tierra se desplaza un par de metros decimos que es una valiente o una temeraria. Aquello fue realmente rápido, y antes de que pudiera recomponerme del susto, la distancia con el suelo ya era demasiado grande como para saltarla. Sea como fuere, ni siquiera podría haber llegado al borde y saltar a tiempo No es que yo creara Soledad, ni mucho menos. Simplemente, Soledad nació a mi alrededor, y me llevó con ella. En cualquier caso, allí tenía todo cuanto necesitaba. El terreno era lo bastante amplio, había fauna y flora más que de sobra como para sobrevivir y mantener el equilibrio natural. Y respecto a ser el único habitante - al menos humano- de aquel paraje... bueno, hacía ya mucho que había renegado de la compañía de otras personas.

Al principio me sentí libre. No era mucho más libre que antes de aquel extraño suceso, pues al fin y al cabo hacía la misma vida. Lo único que había cambiado era que sabía que nadie podría venir a molestarme. De modo que a aquel pedazo de tierra, a aquella isla primigenia, la llamé Soledad. Y como nunca me han gustado las coronas, me auto proclamé príncipe en lugar de rey. Aparte de la pesca y la caza por necesidad, y de jugar con algunos animalillos cuya confianza me había ido ganando con el tiempo, pasaba mucho tiempo en lo alto de aquella torre. Aunque resultara algo trivial, me fascinaba la idea de ver la puesta del sol dos veces al día. Una cuando se ponía sobre las tierras que ahora dominaba, y otra cuando me asomaba al borde de mi isla y veía el sol esconderse definitivamente, hasta el día siguiente. No tiene importancia, lo sé, pero era algo que me hacía ilusión. Nunca me sentía excesivamente solo... estaba bien. Tampoco se puede decir que estuviera totalmente solo. Por aquel entonces ya existían los portales de telaraña. Hoy en día es raro ver a alguien que no lleve uno de esos pequeños portales portátiles en el bolsillo, pero aquellos eran mucho más grandes y más útiles. Aunque, por supuesto, no se podían transportar, y los accesos a la telaraña eran mucho más difíciles e inestables. Había quienes incluso aseguraban que se podía viajar a través de ellos, pero era demasiado peligroso. Yo tenía uno de esos accesos a la telaraña, y a veces conocía a otras personas, con las que podía tener mayor o menor afinidad. Me gustaban los accesos que llevaban a parajes oscuros, o a personas que vivían la soledad tanto como yo. Pero nunca me involucraba... estaba demasiado cómodo en mi propia soledad como para arriesgarla por nada, ni por nadie.

Hasta que un día encontré, quizás por el destino, quizás por casualidad, un acceso diferente en la telaraña. Al otro lado, se extendía ante mí otro reino donde convergían en perfecta armonía arte, belleza, oscuridad y sentimiento. Desconocía si aquel extraño y hermoso reino se encontraba entre las nubes igual que el mío. Tampoco tenía modo de averiguarlo, pues la telaraña es un lugar traicionero y mi portal no era más que un acceso cambiante e inestable. A veces yo mismo lo cambiaba de lugar, o de configuración, no me gustaba la idea de que alguien se encaprichase con mi reino y se atreviese a viajar a través de la telaraña. Era mi espacio, y no quería a nadie demasiado cerca de él. Pero aquel lugar me llamaba, emanaba una energía difícil de describir y aún más difícil de comprender, y sin embargo, yo la comprendía... o tal vez era ella la que me comprendía a mí. Al frente de aquel reino oscuro y solitario se encontraba una joven igual de oscura y solitaria. Igual que yo, era de uno u otro modo princesa; igual que yo, pertenecía de uno u otro modo a la estirpe de los vampiros. ¿Su nombre? Aún no lo sabía, yo la conocí como Princesa Usagi...

...y así fue como el silencio, la soledad, y los ya mucho metros que me separaban del suelo, dejaron de ser una bendición. Ya no los quería, ya no me interesaban. Desde aquel momento, y cada vez más cuanto más la conocía, necesitaba algo más...

Necesitaba volar."

domingo, 28 de abril de 2013

En Soledad (Prólogo)
(Confesión)

Hoy publico esto a sabiendas de que quizás solo una o dos personas lo leeréis jamás. Tal vez, incluso eso sea apuntar demasiado alto. No me importa. Hace tiempo, quizás demasiado tiempo, te dije que estaba escribiendo algo especial, algo para ti. Aquello fue una locura, pues desde un principio sabía que nunca una palabra creada por el hombre serviría para reflejar a alguien moldeada por dioses. Desconozco cuántas veces he retocado el texto, o cuántas lo he arrancado y he vuelto a empezar... no sé si eso lo convierte en mi texto más cuidado, o más bien todo lo contrario. Sólo puedo decir que aquí está, sólo el principio. Sólo el principio porque sería inmenso escribirlo todo aquí, pero por encima de todo porque me niego a creer que esto tenga un final. Aún no. Esto es para ti.

'En una ciudad tan bulliciosa y ajetreada como aquella, donde siempre había negocios que atender y objetivos que alcanzar, la diferencia entre el día y la noche consistía en poco más que la iluminación de las calles. La ciudad en sí misma era una radiografía perfecta de las paradojas y las contradicciones de la naturaleza humana, empezando por su propio nombre. Que el Reino de Soledad tenga por capital a la ciudad más grande y poblada del mismo, parecía cuestión de broma; que la ciudad en sí misma, lugar de ruido y actividad constantes, se llamase Silencio, pura estupidez. Al menos, para quienes no sepan nada sobre ella. Una voz de las altas esferas de la sociedad dijo una vez: "Esta es la ciudad por excelencia donde cada individuo tiene sus propios prejuicios y conclusiones acerca de cada uno de sus conciudadanos; sin embargo, nadie aquí conoce a nadie... parece justo, entonces, que sea la capital de Soledad." Y es que se dice que no existe sensación peor que la de estar solo, salvo, por supuesto, la de sentirse solo cuando no es así. Tampoco es de extrañar, que en una ciudad basada en los prejuicios y conclusiones individuales de sus ciudadanos, todo el mundo hable y hable sin parar, y al margen de los negocios, casi siempre para atacar u ofender a quien no esté presente en ese instante. Sin embargo, y como suele suceder en estos casos, quienes por sabiduría o poder sí tendrían algo que decir, guardan silencio.

Pero volvamos al principio. Como decía, en aquella ciudad apenas había diferencia entre el día y la noche. Las calles se iluminaban abundantemente, la temperatura bajaba quizás unos cuantos grados, pero al margen de eso todo seguía igual. La población organizaba sus vidas casi por turnos, se podría decir. Así, por ejemplo, un mismo negocio estaba regentado por una persona o familia durante el día, y otra durante la noche. La vida en la ciudad nunca frenaba, jamás reducía su intensidad. Naturalmente, este modelo social tenía indudables ventajas. En primer lugar, la actividad era tan alta y tan constante que, quienes deseasen delinquir, lo tenían realmente difícil a cualquier hora del día o de la noche. Desde los grandes bulevares a las callejuelas más estrechas, ya amaneciese o fuese noche cerrada, siempre había ojos observadores. Por otra parte, prácticamente todo el mundo en Silencio tenía un puesto de trabajo, tal era la importancia del mercado en la ciudad. Todos ganaban, y todos gastaban, y gracias a ello el dinero fluía libre y abundantemente por la ciudad... pero no para todos. En una ciudad donde nadie conoce a nadie y la máxima social es la productividad, cada individuo solo vale tanto dinero como pueda generar, ni más ni menos. Y esto, desgraciadamente, dejaba en muy mal lugar a los inválidos y a los enfermos, considerados en muchos casos una carga y un desprestigio para el resto de habitantes. No importaba quién fueses, de quién te rodeases o cómo empleases tu tiempo libre, solo importaba que fueses productivo. Y si no lo eras... Silencio ya no era tan buen lugar para vivir.

Este era el caso de alguien cuyo nombre jamás fue revelado, o al menos nadie lo recuerda. La guardia urbana de la ciudad se lo preguntaba de tanto en tanto, sin más intención que la de mofarse de él. Pero la única respuesta que recibían era un impreciso "sé muy bien quien fui, pero desconozco quien soy". Aseguraba que antaño había sido alguien muy influyente, refiriéndose a tales tiempos como algo muy lejano ya. Sin embargo, aparentaba ser un joven de no más de veintitantos años, desgastado por la dureza de la vida en la calle pero no demasiado envejecido. Si realmente era tan anciano como él decía, o si efectivamente había sido alguien importante en la ciudad donde nadie importaba, eran cuestiones que nadie sabía o quería responder. Para la sociedad, no era más que un ciego loco, un chiflado al que habría que encerrar, de no ser porque eso supondría un mayor gasto para los ávaros ciudadanos. Sin embargo, él siempre se enfadaba cuando le llamaban ciego, y decía que él no era tal cosa. No podía ver, las bromas y chiquilladas que tenía que aguantar casi a diario por parte de niños malcriados daban fe de ello. Pero, según curanderos de diversa categoría (médicos, sacerdotes, chamanes y demás charlatanes ávidos del dinero ajeno), sus ojos estaban perfectamente sanos. A veces decía que no era ciego, pero anhelaba tanto el recuerdo de una visión lejana que había perdido la capacidad de ver lo que tenía alrededor.

A pesar de su invalidez, este joven, o anciano, o lo que quiera que fuese, se desenvolvía por la ciudad como ninguno de sus conciudadanos que conservaban la vista. Ya fuese al reconocer alguna voz familiar, o por los aromas característicos del lugar, o por cualquier otra cuestión, siempre sabía exactamente dónde estaba. Era difícil verle quieto en algún momento, salvo que hubiese conseguido algún plato caliente que llevarse a la boca. Nunca dormía dos veces en el mismo lugar, ni a la misma hora, pues así podía esquivar hábilmente a la guardia urbana y a los posibles maleantes. A pesar de vivir en la calle y de la poca -ninguna- disposición de la gente a ayudar, rara vez pasaba hambre. Robaba, sí, y todo el mundo sabía que lo hacía, pero jamás habían sido capaces de demostrarlo. Era una pequeña habilidad de la que se servía más a menudo de lo que él mismo quisiera, pero siempre tenía preparada una mordaz respuesta que lo explicaba: "Para estas gentes sólo existes si tienes algo que ellos puedan querer, ya sea tu dinero, tu tiempo o cualquier otra cosa. Yo, por suerte o por desgracia, no poseo nada que ellos puedan querer, y por tanto para ellos no existo. Es como si fuera invisible. Yo no me quejo por ello, simplemente me parece justo que, si yo soy invisible, cualquier cosa que toque se vuelva invisible también... ¿no?"

Sea como fuere, el caso es que este ciego rara vez iba acompañado, tal vez porque apenas tenía a alguien a quien pudiese llamar amigo, o tal vez porque nunca estaba quieto y, aún sin el estrés de un negocio ni una familia que mantener, pocos eran capaces de mantener su ritmo de vida. Esto hacía que sólo abriese la boca para comer o para dar rienda suelta a su mordaz y afilada lengua. Si realmente había sido quien decía haber sido, tenía mucho que contar, y como ya adelanté al principio, en esta ciudad eso significaba que nunca contaba nada. Demasiadas confesiones sin tener nadie a quien confesárselas... hasta ahora. ¿Yo? Yo sólo soy un escriba, un don nadie contratado para dar fe de su palabra. Esta, es su historia...'

miércoles, 20 de marzo de 2013

Fuego e hielo
(Apocalipsis)

Un mes, un mes agotador. Un mes en el que todo lo que podía ir mal ha ido mal, pero también un mes en el que han ido mal cosas que uno ni siquiera imaginaba que pudieran ir mal. ¿Distancia? Demasiada, sin duda. Sé que he estado a ratos ausente, a ratos distante... a ratos quizás incluso molesto. Y hoy vuelvo, como suelo volver siempre en estos casos, pasando a saludar antes de llegar a mi propio hogar, a mi propio territorio. Y sólo veo caída, caída libre.

Sentimientos tan encontrados, tan iguales y a la vez tan opuestos esta vez. Mis alas sanaron, recuperaron su fuerza cuando pude volver a ver a quien me enseñó a volar. Pero recuperar las alas implica también recuperar la forma de vida de aquellos días ya lejanos. Implica asumir la responsabilidad de mantener a flote toda esa red de relaciones, individuos y vivencias que forman mi pequeña ciudad en las nubes, mi pequeño micromundo. Y resulta que a lo largo de todo este mes, y ya desde antes incluso, toda esa red, toda mi ciudad en las nubes, no ha dejado de caerse a trozos. Me siento impotente, me siento obligado a luchar por mantener a flote todo a mi alrededor... pero sé que no puedo hacerlo, que más tarde o más temprano las fuerzas han de fallar, más tarde o más temprano yo mismo he de caer. Siento el fuego correr por mis venas. Pequeño y discreto, a penas unas ascuas de rabia, una chispa de impotencia... mas no por ello menos peligrosas. Quizás incluso al contrario, invisible en el interior de mi cuerpo, desapercibido hasta que todo el daño ya está hecho. Unas llamas luchando por salir de mí, sin importarle los destrozos que puedan causar a su paso.

Mas a duras penas sé ya cuántos fuegos siento en mi interior, pues a la frustración y el dolor de ver todo mi mundo caer ante mis ojos, se suman las llamas de un sueño que cada vez se me antoja más y más lejano. Yo hablo de fuego, de llamas ardientes luchando por salir de mí... tú de hielo, de un veneno escarchado luchando por entrar en ti; yo hablo de alas, de volar, y tú de caer; yo hablo de una ciudad en las nubes... y tú de un abismo sin fin. Yo lucho, lucho por mantener a flote tal ciudad, por mantenerla cerca de la luna para que su magia y su belleza la iluminen, para que su brillo disipe las sombras que noche tras noche nos acechan. Y tú en cambio prefieres huir, refugiarte en esas mismas sombras que tanto mal hicieron ya en el pasado. Y sin embargo no te lo puedo reprochar, pues yo también lo hice cuando las circunstancias no me dieron alternativa.

Poco más puedo añadir... no porque no tenga nada que decir, sino por querer decir tantas que mis dedos se atropellan sobre el teclado, mis ideas en la mente, y mis sentimientos en el corazón. Todo mezclado, todo confuso, todo cada vez más y más rápido hasta desintegrarse entre los trazos de otra frase, de otra idea, de otro sentimiento. Supongo que tal vez por eso siento que me desaparecen las letras del teclado. Todo acelerado, como mi corazón; e igual que mi corazón, abocado al apocalipsis, a un gélido y ardiente final a menos que un 'te quiero' lo congele todo con su voz. Porque te quiero, es quizás lo único en claro que se pueda extraer de todo este caos... pero claro, eso ya lo sabías desde mucho antes de leer esto.

Tan solo puedo añadir que no estás sola, ni aún en la distancia, salvo que realmente soledad sea lo que desees. He vivido mucho tiempo entre tinieblas, donde ni la luz ni el calor del sol llegó jamás, donde ni la luz ni el calor de un corazón quisieron jamás llegar. Sé, pues, que tienes razón, que hay cristales de hielo que ni el mismo fuego puede derretir, pero... no es fuego lo que hemos de buscar. No sé si será temporal, si volverás, o si nunca llegarás a irte del todo... sólo sé que no importa dónde huyas, dónde te escondas, pues todos los sentimientos, sin excepción, todos hacen frontera con Soledad. Y tú sabes dos cosas: una, que donde haya Soledad, allí estará su príncipe. Y la otra, que donde esté ese príncipe, siempre tendrás un hogar en forma de corazón. Quizás demasiado pequeño, quizás demasiado oscuro, o quizás demasiado deteriorado por el tiempo y la desesperación. Pero un hogar.

Te quiero.

martes, 19 de febrero de 2013

Y ahora...
(Duda)

Y ahora que no estás, no estoy. Ahora que siento que te has ido, siento que te hayas ido. Ahora que puedo percibir tu ausencia, puedo decir que no estoy triste de que te hayas marchado... que estoy contento de que hayas estado aquí. Y sin estar lo estoy, y aún estándolo no estoy. Contento, triste, presente, ausente, aquí, en ninguna parte...

¿Y ahora?

lunes, 18 de febrero de 2013

Rammstein - Seemann
(Silencio)

Porque a buen entendedor pocas palabras bastan, y hoy  esta canción, sin decir nada, ya dice quizás demasiado.


domingo, 17 de febrero de 2013

De-generación en generación
(Orgullo)

Por no parecerme en nada a aquello que me acusa de ser diferente. En definitiva, por el propio hecho de ser diferente. Por educar a un hermano como si fuera un hijo, mientras quien debería educarle vive anclado en el autoritarismo doméstico de los años 60 y 70. ¿Mala influencia? Seguramente.

Por enseñar a mantener la calma en una discusión, y a no interrumpir a quien habla. Por enseñar un método de estudio donde otros fracasaron. Por enseñar a escuchar, cosa que en este mundo más de uno debería aprender. Por enseñar que el respeto se merece, no se pide ni se exige, y menos negándole al prójimo ese mismo respeto. Por enseñar que las cosas no tienen que ser como las vemos solo porque nosotros las veamos así. Por enseñar a respetar otros puntos de vista. Por enseñar a alguien a no ser como tú eres... visto así, por supuesto que soy un mal ejemplo.

Sé que no es una gran entrada, simplemente estoy frustrado por muchas y diversas razones y, en este momento, es como me siento. No tengo más que añadir... mañana será otro día.

domingo, 3 de febrero de 2013

La vida en una frase (II)
(Optimismo)

Charles Monroe Schulz, si os digo su nombre seguramente a la mayoría se le escapará quién fue este señor. Pero si os digo que fue el historietista más importante del s.XX, padre de las populares historietas de Peanuts, quizás a alguno empiece a sonarle un poco más. Tal vez no haya escogido a un personaje muy relevante o demasiado conocido, pero su obra sí que lo es. Y es que Charlie Brown, Snoopy y compañía son personajes que todos hemos visto alguna vez en los 50 años en los que Charles Schulz les daba vida día tras día.

Nacido en 1922 y fallecido en el año 2000, este dibujante consideraba que el comic no dejaba de ser un arte menor, pero él mismo demostró como nadie el poder de tales poblicaciones. Fue en realidad un innovador en su género, al introducir la vida cotidiana en un mercado dominado por la acción, lo que le ayudó a ganarse a niños y adultos. Si nadie se ha parado nunca a ver una historieta de Peanuts le recomiendo que lo haga, pues refleja sin estridencias la 'cara B' del sueño americano, y envía unos mensajes, a veces sutiles, a veces no tanto, realistas y enriquecedores.

Y mi frase de esta entrada viene motivada principalmente por la creciente sensación de que todo se vuelve por momentos demasiado serio, demasiado estricto. En una sociedad donde perfectamente podrían declarar la crítica destructiva como 'deporte olímpico' por la cantidad de aficionados e incluso profesionales que tiene; en un mundo donde el más mínimo error se mira con lupa, muy especialmente si se trata de los errores ajenos, quiero hacer un alto en el camino para decir:

Si se me diera la oportunidad de hacer un regalo a la siguiente generación, sería la capacidad de reírse cada cual de sí mismo.
Charles M. Schulz.

jueves, 31 de enero de 2013

La vida en una frase (I)
(Ambición)

Benjamin Disraeli (Londres 1804-1881) fue uno de los más destacados políticos del Reino Unido, amén de un notable escritor que, si bien su vida literaria parecía marginal respecto de la política, sí que alcanzó considerable éxito en Europa. Primer Ministro británico en dos ocasiones y Ministro de Hacienda del Reino Unido en tres, fue una de las figuras más importantes de la aristocracia del s.XIX en las islas británicas. No se consideraba un filósofo, pero sí que tenía un amplio conocimiento de la vida moderna de la época y varias de sus citas han pasado a la posteridad. Pero hoy me quedo con una en particular porque la encuentro aplicable a varios aspectos del entorno que me rodea.

En primer lugar, por ese sueño, ese reto a conseguir y que, aunque aún no sé siquiera cómo se supone que debería luchar por él, no dudo en hallar el modo y conseguirlo. No me cabe duda de que el esfuerzo valdrá siempre la pena. Y en segundo y no por ello menos importante, por mi ex-pareja y gran amiga Caro, que no está pasando por un buen momento y últimamente todo en la vida le viene muy cuesta arriba. Mucho ánimo, pequeña. Recuerda que cuando vemos algo negro, es porque absorbe la luz de todos los colores, ¡luego los colores están ahí! Sólo hay que saber buscarlos. Esta es mi frase de hoy:


'Cultiva tu mente con grandes ideas, la fe en el heroísmo es la que hace al héroe'
Benjamin Disraeli.

... y siempre hacia la luna
(Reflejo)

Siempre ella, siempre la luna. Quizás porque ella sabe dónde está la energía que mueve el mundo. Por eso la refleja cuando tal energía no puede manifestarse por sí misma. Hmm no, no me refiero al Sol. ¿En serio creéis que es del Sol de donde viene su luz? En efecto procede de una estrella, pero no de esa, sino de otra más lejana y a la vez más cercana. De ella su energía, de ella su magia, y ese misticismo que desde el inicio de los tiempos siempre se le ha otorgado a la luna.

Ella es sabia, pero también coqueta, y gusta siempre de recoger lo más hermoso de los lugares que visita. Por eso ella, la luna, viste siempre tan bella. Y muchos la observan en la noche por esa belleza, por ese encanto especial que la hace única. Pero no es ese mi caso. Yo sé de dónde proviene su luz: proviene de mi propia estrella, de mi propio cielo. De esa estrella que jamás llegué a ver, pero que cada noche me hace soñar con que eso pueda llegar algún día a cambiar. De ese cielo que a cada segundo se me antoja más cercano y a la vez más inalcanzable.

¿Yo? Yo observo a la luna porque sé que ella refleja la energía que mueve el mundo, y se cubre con la mayor belleza que en él se pueda hallar. Yo la observo porque mi estrella tiene nombre y apellidos, y aunque en vivo jamás la haya visto, sé que algún día la luna tratará de emular su grandeza. Y entonces ya no contemplaré la luna... tan solo la contemplaré a ella.

A ti.